A Alexander R. y Varvara S. , in memoriam.

martes, 13 de julio de 2010

LOS CORDEROS MOSTRABAN UNO A UNO SU PERFIL


Los corderos mostraban uno a uno su perfil. Desfilaban inocentes e idénticos tras el cristal, estampados en la seda exhibida en una de las tiendas de la Ciudad Baja. Ana no dudó. En la tienda quedaban sólo cinco metros de esa seda. Ella necesitaba ciento veinte. La empleada la miró fijamente, desconcertada. Ana sonrió, sin decir nada. Advirtió que la empleada luchaba con el papel y el piolín con los que pretendía envolver la tela. Se ofreció a ayudarla y envolvieron el paquete a cuatro manos.

La empleada llamó al depósito y preguntó si quedaban más rollos de la tela de los corderitos. Quedaban. Le dijo a Ana que podía pasar la semana próxima, cualquier día, a retirar los ciento quince metros restantes. Seguía mirando a Ana, con curiosidad. Ana sonrió nuevamente, pagó y salió de la tienda cantando en voz baja, con el paquete bajo el brazo.

Pablo la observó tarde tras tarde, cortando, cosiendo y apilando los pañuelos que devendrían mordazas. Ana se dedicaba a su labor con una devoción conmovedora, robándole horas al sueño antes de salir hacia su guardia nocturna en el hospital de Los Cipreses.

Cuando le comunicó a su padre que quería ser enfermera, su padre no pudo evitar la mueca de desprecio. "Acá no te prohibimos nada, sos libre de hacer lo que quieras", recitó, como un autómata. Si la prohibición a punta de pistola hubiera estado incluida entre los usos y costumbres de la educación adolescente, no hubiera dudado en recurrir a ella. El desprecio era su equivalente degradado.

Ana manipulaba la aguja de costura con la misma rapidez y eficacia que las agujas de la enfermería. Al vigésimo segundo pañuelo, miró consternada la cola pelada de Panchito, echado a sus pies, y le hizo prometer a Pablo, entre lágrimas, que el pelo de Panchito volvería a crecer.

Pablo tachaba con cruces las fechas en el calendario. Una cruz por cada pastilla administrada. "Tomó sólo seis pastillas, Ana, está recién en el comienzo del tratamiento". Panchito tenía hipotiroidismo. "Tenés que tener paciencia", murmuró Pablo, acariciándole la cabeza. Y al murmurarlo recordó, dolorido, que a Ana hacía rato que la paciencia se le había acabado.

Sobre la pared, arriba de la cama, donde en la casa de sus padres colgaba un rosario, Ana había colgado dos collares de piedras de colores, cintas, pajaritos de metal y diminutas mariposas de juguete.

El pulso de Ana era inflexible. No temblaba jamás. Por eso, por su capacidad para suturar heridas ajenas como si fueran propias y porque su memoria era un vademécum de calmantes, la habían elegido para volar a Roma.