A Alexander R. y Varvara S. , in memoriam.

domingo, 18 de julio de 2010

CINCO AÑOS ANTES DEL VUELO A ROMA



Cinco años antes del vuelo a Roma, Ana se internó al amanecer en la habitación 205 del Hospital del Bosque. Se desnudó y se metió en la cama. Minutos después apareció Lili, con su uniforme impecable y sus pómulos salientes, que a Ana le encantaba besar al paso. Lili era extraordinariamente seria. Ana besó el pómulo izquierdo de Lili y susurró: "Buen día". Dejó que Lili le calzara, como si fuera una nena que se va a la cama para que le lean un cuento, un camisolín blanco y la cofia y las botitas de rigor. Sintió que realmente era demasiado chiquita para que le estuviera sucediendo eso. Pero a "eso" ya le había puesto, desde que abrió el sobre que se lo anunciaba, su nombre propio. Sin eufemismos ni metáforas.

Cuando el camillero vino a buscarla, Lili (desviándose de su protocolo autoimpuesto) acarició las manos, gélidas, de Ana. "Nos vemos a la salida", le murmuró al oído, como si estuvieran en el umbral de una cárcel, una fábrica o una discoteca. Ana se vio a sí misma frente a un escritorio en un aeropuerto, mientras la empleada excesivamente maquillada de una aerolínea examinaba su pasaporte. Se contempló a sí misma atravesando, en camilla, el sector de migraciones, donde le sellaban el pasaporte y ella declaraba que no, que no llevaba equipaje.

A la salida del quirófano, Ana se habia convertido en una mujer estéril. Sacó suavemente la cabeza por encima del agua, hizo foco en los objetos de la habitación 205 y pensó que tenía un triángulo vacío, un cero, entre las piernas.

Esa noche Ana no pudo dormir. El dolor físico la paralizaba. Le daba vergüenza llamar continuamente a la enfermera que cubría su puesto en la guardia nocturna, para pedir en voz baja dosis extras de calmante en el suero.

No quería, tampoco, despertar a Pablo, que dormía en el sofá paralelo a su cama. Entre la cama y el sofá se abrió súbitamente una grieta que viró a fractura. Si hubiera podido asomarse a ella, Ana no hubiera visto el fondo.

Pero no podía moverse. En la penumbra escuchó el llanto convulso de un recién nacido. Cualquier manual elemental de psicología hubiera desaconsejado que, en el mismo piso donde Ana imaginaba su útero en una bolsa plástica, las mujeres vinieran a parir. Ana, contra toda amortiguación aconsejable del impacto, agradeció esa simultaneidad. Ese contraste brutal era lo que había, después de todo.

Se imaginó flotando en el mar, en plena madrugada. El bebé lloraba con todas sus fuerzas. Lloraba sin parar. "Es un varón", escuchó decir a una de las enfermeras en el pasillo.

Entonces, Ana comenzó a llorar, desconsoladamente. Y a reír. No podía taparse los ojos, ni la boca. No sabía por qué lloraba y no sabía por qué reía y no sabía, tampoco, por qué lloraba y reía al mismo tiempo. Intuyó que, después de todo, eso era lo que había, en cualquier circunstancia. La violencia extrema y el prodigio, anudados hasta mezclarse sin pudor en el nuevo sello de su pasaporte.