A Alexander R. y Varvara S. , in memoriam.

martes, 20 de julio de 2010

MIENTRAS ANA COMENZABA A PINTAR


Mientras Ana comenzaba a pintar el interior de su cuerpo en la cama de la habitación 205 del Hospital del Bosque, en el fondo de la madrugada, sonriendo mientras las lágrimas le corrían por la cara sin poder secárselas, Paula buscaba en los estantes de su biblioteca su viejo ejemplar de la Teoría Pura del Derecho, de Hans Kelsen, para quemarlo.

La noche anterior a su internación, Ana había cruzado el parque frente a su casa y entrado en la librería con cuyos libreros solía conversar, mientras recorría las mesas con la mirada. Esa noche se dirigió a la caja con una Enciclopedia de los Colores, que luego guardó en el pequeño bolso que llevaría al hospital. Se despidió de los libreros con un beso y un "hasta mañana", sin decir dónde pasaría casi todo el resto de ese año.

Paula intentó quemar la teoría de Kelsen con la punta encendida de una vara de incienso, pero el texto canónico de sus épocas universitarias no cedía. Lo colocó directamente sobre uno de los mecheros de la cocina y esperó, inmóvil, que entrara en combustión.

Después lo apoyó sobre la mesada próxima a la pileta y abrió la canilla de agua fría. Había generado un diminuto infierno. Las lenguas anaranjadas y azules se comían las letras impiadosamente en cámara lenta, doblando y deshaciendo las páginas a su paso. El espectáculo era tan decididamente justo que Paula arrancó resueltamente la tapa del libro, para dedicarle un ritual aparte.

Las primeras páginas, carbonizadas, parecían un trapo negro estrujado al límite. Todas las páginas restantes llevaban la marca de la ofensiva. La tapa ardió desfigurándose y el agua empujó por el agujero de la pileta el cúmulo completo de cenizas.

Al día siguiente, Paula envió el telegrama de renuncia al estudio jurídico. Ese mismo fin de semana pasó a retirar sus pertenencias. Las novelas y los discos amontonados en un armario y un delfín de madera. Dejó sus libros de derecho sobre el escritorio de un abogado joven, enamorado de su profesión.

Arrojó al cesto de basura su credencial de abogada y devolvió al sector contaduría su tarjeta magnética de ingreso al edificio. Todas las luces estaban apagadas.

Esa misma semana hizo cuentas en un viejo cuaderno escolar, vendió su auto y dio de baja todos los servicios cuyo consumo ya no podría sostener. El único gasto suntuario que mantuvo fue el abono al cineclub Lugones.

Ninguna teoría es pura. Todas están manchadas. De sangre. Paula había convivido con esa sensación durante décadas, las décadas que necesitó para dar el salto.

domingo, 18 de julio de 2010

CINCO AÑOS ANTES DEL VUELO A ROMA



Cinco años antes del vuelo a Roma, Ana se internó al amanecer en la habitación 205 del Hospital del Bosque. Se desnudó y se metió en la cama. Minutos después apareció Lili, con su uniforme impecable y sus pómulos salientes, que a Ana le encantaba besar al paso. Lili era extraordinariamente seria. Ana besó el pómulo izquierdo de Lili y susurró: "Buen día". Dejó que Lili le calzara, como si fuera una nena que se va a la cama para que le lean un cuento, un camisolín blanco y la cofia y las botitas de rigor. Sintió que realmente era demasiado chiquita para que le estuviera sucediendo eso. Pero a "eso" ya le había puesto, desde que abrió el sobre que se lo anunciaba, su nombre propio. Sin eufemismos ni metáforas.

Cuando el camillero vino a buscarla, Lili (desviándose de su protocolo autoimpuesto) acarició las manos, gélidas, de Ana. "Nos vemos a la salida", le murmuró al oído, como si estuvieran en el umbral de una cárcel, una fábrica o una discoteca. Ana se vio a sí misma frente a un escritorio en un aeropuerto, mientras la empleada excesivamente maquillada de una aerolínea examinaba su pasaporte. Se contempló a sí misma atravesando, en camilla, el sector de migraciones, donde le sellaban el pasaporte y ella declaraba que no, que no llevaba equipaje.

A la salida del quirófano, Ana se habia convertido en una mujer estéril. Sacó suavemente la cabeza por encima del agua, hizo foco en los objetos de la habitación 205 y pensó que tenía un triángulo vacío, un cero, entre las piernas.

Esa noche Ana no pudo dormir. El dolor físico la paralizaba. Le daba vergüenza llamar continuamente a la enfermera que cubría su puesto en la guardia nocturna, para pedir en voz baja dosis extras de calmante en el suero.

No quería, tampoco, despertar a Pablo, que dormía en el sofá paralelo a su cama. Entre la cama y el sofá se abrió súbitamente una grieta que viró a fractura. Si hubiera podido asomarse a ella, Ana no hubiera visto el fondo.

Pero no podía moverse. En la penumbra escuchó el llanto convulso de un recién nacido. Cualquier manual elemental de psicología hubiera desaconsejado que, en el mismo piso donde Ana imaginaba su útero en una bolsa plástica, las mujeres vinieran a parir. Ana, contra toda amortiguación aconsejable del impacto, agradeció esa simultaneidad. Ese contraste brutal era lo que había, después de todo.

Se imaginó flotando en el mar, en plena madrugada. El bebé lloraba con todas sus fuerzas. Lloraba sin parar. "Es un varón", escuchó decir a una de las enfermeras en el pasillo.

Entonces, Ana comenzó a llorar, desconsoladamente. Y a reír. No podía taparse los ojos, ni la boca. No sabía por qué lloraba y no sabía por qué reía y no sabía, tampoco, por qué lloraba y reía al mismo tiempo. Intuyó que, después de todo, eso era lo que había, en cualquier circunstancia. La violencia extrema y el prodigio, anudados hasta mezclarse sin pudor en el nuevo sello de su pasaporte.

jueves, 15 de julio de 2010

"JULITA, LA QUE LEE"



El cuerpo tiene el don de ejecutar múltiples movimientos. Al cuerpo de Julia ese don le era amputado, de lunes a viernes, durante seis horas diarias. Julia sólo podía sentarse, extender un poco el brazo derecho para pulsar botones que indicaban un número de piso y extender el mismo brazo un poco más, para abrir y cerrar la puerta tijera de un ascensor antiguo. Eventualmente, también podía pararse brevemente, para evitar el entumecimiento de las piernas o recordar y gozar, precariamente y dentro de una jaula, el don del movimiento.

Los administradores de los Tribunales Centrales hubieran hecho mucho por el cuerpo de Julia instalando un ascensor automático. Julia hubiera perdido su trabajo, hubiera recibido una indemnización modesta y se hubiera lanzado, con mayor disponibilidad de tiempo, a la búsqueda de un trabajo nuevo. Pero a nadie le importaba el cuerpo de "Julita, la que lee".

Con el correr de los meses en la jaula de hierro, Julia descubrió que, cuando te amputan un don, queda espacio vacante para que florezca uno nuevo. Aprendió a desdoblarse. Memorizó como una ciega la distancia y la altura de cada botón y de la manija de la puerta tijera, así como el grado de impulso necesario para que esa puerta quedara bien abierta y, luego, bien cerrada. O sea, se convirtió en una autómata que sólo movía a efectos laborales su brazo derecho, tan eficientemente que jamás se equivocó de piso ni rozó con la puerta el traje de un juez.

Con el brazo izquierdo, Julia sostenía un libro y se fugaba de los Tribunales Centrales. Que se entregara a la lectura en horario de trabajo pasó de ser un desafío inadmisible asociado a la vagancia a una anécdota que la convirtió en un personaje menor y pintoresco del edificio: "Julita, la que lee".

El diminutivo era insultante y la lectura, una actividad equiparada a una afición exótica. Se suponía que Julia debía intercambiar sonrisas y comentarios de ocasión con jerarcas, abogados y burócratas. La clientela completa de la maquinaria judicial. Para Julia, ese intercambio no estaba incluido en su trabajo, que sólo consistía en depositar a un engranaje de esa maquinaria en el piso correspondiente.

Así fue como Julia leyó todo Moravia y la poesía completa de Ungaretti. Como sintió que estaba perdiendo algo en el camino, se anotó por las tardes en un curso de italiano. Y volvió a leer Moravia y Ungaretti en el mismo ascensor, en su lengua de origen. Su inmersión en esa nueva lengua que había descubierto fue tal que empezó a pensar y soñar en italiano.

Por eso, no dudamos en sumarla al grupo. Porque Julia se transformó también en Giulia y fue capaz de evadirse de una rutina equivalente a una forma naturalizada de tortura a un mundo donde esa rutina no podía tocarla, ni con la mano oprimente del hartazgo ni con la mano corrosiva de la resignación.

Julia hablaba la lengua de los que dormían en la Babeante Sede. Y era, además, una mujer capaz de desplazarse íntegramente a otro lugar, sin moverse del sitio en el que estaba. Julia no sólo soportaba sino que subvertía la tortura, con una pasmosa naturalidad.

Pidió licencia por enfermedad (depresión provocada por el estado general de las cosas), cargó en su mochila cinco máscaras venecianas y se sentó en la butaca pegada a la ventanilla de la última fila del avión, donde ni se enteraría de las turbulencias del viaje, sumergida como estaba en la lectura de los sonetos de Petrarca.

martes, 13 de julio de 2010

LOS CORDEROS MOSTRABAN UNO A UNO SU PERFIL


Los corderos mostraban uno a uno su perfil. Desfilaban inocentes e idénticos tras el cristal, estampados en la seda exhibida en una de las tiendas de la Ciudad Baja. Ana no dudó. En la tienda quedaban sólo cinco metros de esa seda. Ella necesitaba ciento veinte. La empleada la miró fijamente, desconcertada. Ana sonrió, sin decir nada. Advirtió que la empleada luchaba con el papel y el piolín con los que pretendía envolver la tela. Se ofreció a ayudarla y envolvieron el paquete a cuatro manos.

La empleada llamó al depósito y preguntó si quedaban más rollos de la tela de los corderitos. Quedaban. Le dijo a Ana que podía pasar la semana próxima, cualquier día, a retirar los ciento quince metros restantes. Seguía mirando a Ana, con curiosidad. Ana sonrió nuevamente, pagó y salió de la tienda cantando en voz baja, con el paquete bajo el brazo.

Pablo la observó tarde tras tarde, cortando, cosiendo y apilando los pañuelos que devendrían mordazas. Ana se dedicaba a su labor con una devoción conmovedora, robándole horas al sueño antes de salir hacia su guardia nocturna en el hospital de Los Cipreses.

Cuando le comunicó a su padre que quería ser enfermera, su padre no pudo evitar la mueca de desprecio. "Acá no te prohibimos nada, sos libre de hacer lo que quieras", recitó, como un autómata. Si la prohibición a punta de pistola hubiera estado incluida entre los usos y costumbres de la educación adolescente, no hubiera dudado en recurrir a ella. El desprecio era su equivalente degradado.

Ana manipulaba la aguja de costura con la misma rapidez y eficacia que las agujas de la enfermería. Al vigésimo segundo pañuelo, miró consternada la cola pelada de Panchito, echado a sus pies, y le hizo prometer a Pablo, entre lágrimas, que el pelo de Panchito volvería a crecer.

Pablo tachaba con cruces las fechas en el calendario. Una cruz por cada pastilla administrada. "Tomó sólo seis pastillas, Ana, está recién en el comienzo del tratamiento". Panchito tenía hipotiroidismo. "Tenés que tener paciencia", murmuró Pablo, acariciándole la cabeza. Y al murmurarlo recordó, dolorido, que a Ana hacía rato que la paciencia se le había acabado.

Sobre la pared, arriba de la cama, donde en la casa de sus padres colgaba un rosario, Ana había colgado dos collares de piedras de colores, cintas, pajaritos de metal y diminutas mariposas de juguete.

El pulso de Ana era inflexible. No temblaba jamás. Por eso, por su capacidad para suturar heridas ajenas como si fueran propias y porque su memoria era un vademécum de calmantes, la habían elegido para volar a Roma.

domingo, 11 de julio de 2010

"LUCIO: ES HORA DE ENTRAR EN COMBATE"

"Lucio: Es hora de entrar en combate. Tu caballo puede esperar".

Recogió el papel que habían pasado por debajo de la puerta, lo leyó sonándose la nariz, lo besó como quien besa una reliquia o un recién nacido y se lo guardó en un bolsillo del mameluco. El aroma a aserrín era su oxígeno. Lucio era carpintero y pasaba sus horas restaurando uno de los caballos de madera de la calesita de Plaza Eslovaquia cuando decidimos que estábamos listos. Él estaba concentrado en el párpado de su caballo. Lucio existía, en ese momento, exclusivamente para ese párpado. Trabajaría pacientemente en esa curva inmóvil de madera hasta que la sintiera temblar, imperceptiblemente.

Gastó todos sus ahorros en un billete de avión y dejó su párpado a medio vivir por la única razón que podía hacerle apurar el paso y abandonar el taller. Esa razón fue nuestro as en la manga para que Lucio aceptara, también, construir nuestras escaleras en un taller lejano y clandestino y entrenarnos no sólo en la mecánica sino en la paciencia necesarias para violentar el ingreso a la Babeante Sede y controlar los alrededores de Piazza San Marco.

Esa razón tenía nombre de mujer. Se llamaba Ana y, fuera adonde fuera, Lucio la seguiría como un perro. La primera tarea de Ana había sido escribir a mano los cuatro mensajes que ella misma se encargó de distribuir. La segunda, elegir las telas y coser los pañuelos que cortarían definitivamente los chorros de baba.

A la escalera de Ana, Lucio la pintó de rojo. El mismo rojo de la tela con la que cubrió el caballo aquel domingo de viento sobrenatural, después de cambiarse el mameluco sucio por otro idéntico pero limpio y cargarse una mochila penosamente remendada al hombro.

En la mochila llevaba seis mamelucos más (uno por cada día de la semana venidera), un desodorante, un cepillo de dientes y un libro prolijamente forrado con un papel a rayas.

Cerró con llave la puerta del taller y colgó un cartelito que decía: "Cerrado por vacaciones". Las vacaciones de Lucio nunca terminaron.

sábado, 10 de julio de 2010

NUNCA FUIMOS TAN FELICES COMO EN ESA ÉPOCA

Nunca fuimos tan felices como en esa época, en la que teníamos un padre y las armas para destruirlo. Éstos fueron nuestros uniformes. Ésta es la historia de esa destrucción y de la vida que vino después.