A Alexander R. y Varvara S. , in memoriam.

jueves, 15 de julio de 2010

"JULITA, LA QUE LEE"



El cuerpo tiene el don de ejecutar múltiples movimientos. Al cuerpo de Julia ese don le era amputado, de lunes a viernes, durante seis horas diarias. Julia sólo podía sentarse, extender un poco el brazo derecho para pulsar botones que indicaban un número de piso y extender el mismo brazo un poco más, para abrir y cerrar la puerta tijera de un ascensor antiguo. Eventualmente, también podía pararse brevemente, para evitar el entumecimiento de las piernas o recordar y gozar, precariamente y dentro de una jaula, el don del movimiento.

Los administradores de los Tribunales Centrales hubieran hecho mucho por el cuerpo de Julia instalando un ascensor automático. Julia hubiera perdido su trabajo, hubiera recibido una indemnización modesta y se hubiera lanzado, con mayor disponibilidad de tiempo, a la búsqueda de un trabajo nuevo. Pero a nadie le importaba el cuerpo de "Julita, la que lee".

Con el correr de los meses en la jaula de hierro, Julia descubrió que, cuando te amputan un don, queda espacio vacante para que florezca uno nuevo. Aprendió a desdoblarse. Memorizó como una ciega la distancia y la altura de cada botón y de la manija de la puerta tijera, así como el grado de impulso necesario para que esa puerta quedara bien abierta y, luego, bien cerrada. O sea, se convirtió en una autómata que sólo movía a efectos laborales su brazo derecho, tan eficientemente que jamás se equivocó de piso ni rozó con la puerta el traje de un juez.

Con el brazo izquierdo, Julia sostenía un libro y se fugaba de los Tribunales Centrales. Que se entregara a la lectura en horario de trabajo pasó de ser un desafío inadmisible asociado a la vagancia a una anécdota que la convirtió en un personaje menor y pintoresco del edificio: "Julita, la que lee".

El diminutivo era insultante y la lectura, una actividad equiparada a una afición exótica. Se suponía que Julia debía intercambiar sonrisas y comentarios de ocasión con jerarcas, abogados y burócratas. La clientela completa de la maquinaria judicial. Para Julia, ese intercambio no estaba incluido en su trabajo, que sólo consistía en depositar a un engranaje de esa maquinaria en el piso correspondiente.

Así fue como Julia leyó todo Moravia y la poesía completa de Ungaretti. Como sintió que estaba perdiendo algo en el camino, se anotó por las tardes en un curso de italiano. Y volvió a leer Moravia y Ungaretti en el mismo ascensor, en su lengua de origen. Su inmersión en esa nueva lengua que había descubierto fue tal que empezó a pensar y soñar en italiano.

Por eso, no dudamos en sumarla al grupo. Porque Julia se transformó también en Giulia y fue capaz de evadirse de una rutina equivalente a una forma naturalizada de tortura a un mundo donde esa rutina no podía tocarla, ni con la mano oprimente del hartazgo ni con la mano corrosiva de la resignación.

Julia hablaba la lengua de los que dormían en la Babeante Sede. Y era, además, una mujer capaz de desplazarse íntegramente a otro lugar, sin moverse del sitio en el que estaba. Julia no sólo soportaba sino que subvertía la tortura, con una pasmosa naturalidad.

Pidió licencia por enfermedad (depresión provocada por el estado general de las cosas), cargó en su mochila cinco máscaras venecianas y se sentó en la butaca pegada a la ventanilla de la última fila del avión, donde ni se enteraría de las turbulencias del viaje, sumergida como estaba en la lectura de los sonetos de Petrarca.